Analista Político, Docente Universitario y Consultor
“Quédate en casa”, es la consigna a la cual se acudió por parte de la mayoría de países para contener la agresividad del coronavirus de Wuhan. Una operación de confinamiento obligatorio dirigida a cortar las líneas de contagio y detener la expansión del virus con su carga letal.
Se trató de una opción drástica de estrategia sanitaria para impedir el colapso de los sistemas de atención. Su implementación ha sido por lo general tardía, muchos de los sistemas sanitarios fueron rebasados en su capacidad de contención, lo que develó en muchos casos la precariedad de sus infraestructuras y en general de las capacidades de observación, prevención, contención e intervención sanitaria. En otros casos, se trató de políticas deliberadas para mantener la economía funcionando, en el entendido de que, un drástico confinamiento podría colapsar al sistema económico, con consecuencias tanto o más graves que las que podía traer consigo la expansión del virus.
La pandemia ha evidenciado tendencias que estaban ya presentes antes de su aparición, como son la crisis social y ambiental. Sin embargo, parecía que ambas caminaban por andariveles separados. Para noviembre del 2019 se preveía la reunión en Santiago de Chile, de la Cumbre sobre el Ambiente, la cual no pudo realizarse por la movilización y los intensos conflictos sociales que recorrieron todo el planeta desde Quito a Hong Kong, desde Santiago a París.
Ambos eventos combinados ponían en claro los ribetes de la crisis, y la pandemia los vuelve a presentar ahora perfectamente conectados. La debilidad de respuesta inmunológica de la sociedad por la obstrucción de sus sistemas sanitarios, la conexión entre letalidad viral y alta contaminación del aire, son fenómenos que en las últimas décadas y en particular a partir de la crisis financiera del 2008 tienden a profundizarse.
La pandemia vuelve patente el carácter que ha venido asumiendo la globalización en esta última década: alta conexión entre economías, como son las trazadas por las tecnologías de la comunicación y los sistemas financieros, y retrasos y obsolescencias de la gobernanza global, lo cual se ha evidenciado en la lenta capacidad de alerta por parte de la Organización Mundial de la Salud y del gobierno chino que es donde emerge el virus, y luego en la colosal descoordinación entre estados y gobiernos, con respuestas diferenciadas y en algunos casos contradictorias.
Desde los años 30 del siglo pasado, la economía mundial no había sufrido una crisis de las proporciones de la actual. El coronavirus impacta de forma contundente en la economía global. “Anticipamos las peores consecuencias económicas desde la Gran Depresión, (……) hace solo tres meses, esperábamos un crecimiento positivo del ingreso per cápita en más de 160 de nuestros países miembros, hoy ese número ha cambiado: ahora proyectamos que este año, más de 170 países experimentarán un crecimiento negativo”, son las palabras de Kristalina Georgieva, directora financiera del FMI.
La pandemia profundizó algunas tendencias críticas que ya se venían manifestando en el 2019: la reducción de las tasas de crecimiento de la economía global y en particular de China; la congestión y casi bloqueo del enlace entre capitales financieros y sectores productivos que empujaba hacia serios déficit fiscales de las economías nacionales; un afán por compensar estos déficits mediante endeudamiento público y sobre explotación de recursos naturales, lo que terminaba dando vida a procesos productivos de tecnología obsoleta caracterizados por altas emisiones de CO2.
El coronavirus pone bajo presión a los sistemas de gestión y gobierno de la economía, a las políticas económicas monetarias y financieras y a su paradigma de gobernanza, centrado sobre pactos de estabilidad y de disciplinamiento de las cuentas macro fiscales, una línea que se vio fuertemente incentivada después de la crisis financiera del 2008. Modelos de estabilización, dirigidos a reducir todo gasto considerado marginal o superfluo, entre los cuales se contaban justamente los sistemas de investigación y producción de conocimiento, los de salud, educación y protección social.
Pero la afectación más grave es al modelo de producción y consumo que gira en torno a la preminencia del capital financiero y que ha caracterizado a la actual fase de la globalización. Los procesos de deslocalización productiva a los que acudieron las economías centrales en su afán de utilizar los bajos costes de la mano de obra en las economías del sur, generaron una alta movilidad de mercancías y personas. Las actuales cadenas de valor son interdependientes y altamente globalizadas. El virus afecta a este sistema de transacciones y de movilidad de recursos de la economía, interrumpe las cadenas de valor deslocalizadas, que se relacionan justamente mediante la transportación masiva aérea y marítima.
No solo que el virus ha detenido los procesos de generación de valor vinculados a estos sectores, sino que provoca una deflación de demanda que se expresa en la caída del precio de los combustibles, de los comodities y en general de la manufactura deslocalizada. Los tres mega sectores de la economía global se han visto afectados: la producción de materias primas, la de manufacturas y la de servicios. La afectación a cada uno de estos sectores termina por incidir en las cadenas productivas que los configuran, en las distintas escalas de las economías locales y nacionales.
La caída del modelo extractivista representado en el derrumbe estrepitoso del precio del barril de petróleo, podría ser la puerta de ingreso hacia una economía que reduzca sustancialmente la emisión de CO2 al ambiente. De igual forma, el bloqueo de la economía global obligara a revisar las cadenas de valor deslocalizadas, tanto en la producción de materias primas, como en los sectores de la manufactura y los servicios.
El coronavirus no emerge como una variable exógena a la lógica del modelo económico, sino que es la expresión concentrada de los procesos de sobreexplotación extractivista, y de desmantelamiento de los sistemas de alerta y prevención de alteraciones o crisis, que puedan afectar la sostenibilidad ambiental y social del planeta.
“La amenaza del colapso definitivo de empresas y de actividades económicas, obliga a emprender el camino de la reactivación, lo cual conduce a operar estrategias sostenidas y selectivas de reclusión y apertura”
¿Cómo evitar el colapso de los sistemas sanitarios, y al mismo tiempo no afectar el desenvolvimiento de la economía? Este ha sido el dilema al que se han visto abocados actores y gobiernos. Las respuestas, con mayor o menor intensidad, han terminado apostando por el confinamiento. Se trata de una drástica operación de contención que parte del reconocimiento de que los sistemas sanitarios no están en capacidad de predisponer estrategias selectivas, que controlen la presencia del virus y reduzcan las lineas de contagio. La estrategia sanitaria supone gran capacidad de diagnóstico, de aplicación de test, que produzcan datos que orienten la politica sanitaria y su intervención en el territorio, adecuada disposición de infraestructuras sanitarias y personal médico especializado.
El impacto que está logrando el confinamiento al detener bruscamente las actividades económicas retrata el mapa de la inequidad global, que se aprecia más en los entornos locales y en las barriadas y suburbios de las grandes aglomeraciones urbanas. Según el último estudio de la CEPAL sobre los impactos económicos del Covid 19, América latina registrará un descenso de su economía del 5.3% del PIB para el 2020, un incremento del 4.4% en el indicador de pobreza y del 2.5% de pobreza extrema. En terminos reales, si en 2019 la región contaba con 189 millones de pobres, para el 2020 esta cifra sube a 214.7 millones; mientras la población en situación de pobreza se contabilizaba en 67.5 millones, para el 2020 esta cifra sube a 83.4 millones. Todo ello explica tanto la necesidad de una estrategia sanitaria a ultranza con la cuarentena como medida central, como la imposibilidad de mantenerla, lo cual agrava por rebote la intensidad de la pandemia.
En estas condiciones, el llamado al confinamiento funciona muy relativamente: las economías de sobrevivencia no cuentan con mecanismos de aseguramiento que les permita soportar el aislamiento. Es en estos sectores donde el coronavirus ha cobrado más víctimas. Un colapso de estas economías podría significar el reaparecimiento de agudos conflictos sociales, lo cual explica la urgencia de muchos gobiernos por salir del confinamiento.
La amenaza del colapso definitivo de empresas y de actividades económicas, obliga a emprender el camino de la reactivación, lo cual conduce a operar estrategias sostenidas y selectivas de reclusión y apertura. La gravedad de la crisis instala una tensión entre la política sanitaria y la política económica; entre ambas líneas deberá entablarse una intensa comunicación, donde el manejo de datos sea la base para la produccion de indicaciones a ser seguidas en la implementación de la reactivación. Una apertura sin un adecuado control de tiempos y procedimientos, puede desatar nuevas olas de contagios de más difícil control.
Por último, el coronavirus al bloquear el sistema económico, al desatar, como se ha dicho, una crisis sistémica de estas proporciones, abre el espacio para un replanteamiento radical de los modelos económicos, que apunte a lograr vinculaciones virtuosas ente las lógicas financieras y los procesos productivos, bajo parámetros de sostenibilidad social y ambiental.
De igual forma, el impacto generado por el coronavirus podrá ser altamente gravitante en las logicas de la produccion y el consumo; un regreso a la autosostenibilidad local, un replanteamiento de las dinámicas del consumo dispendioso y superfluo. Pero la urgencia de la economía por recuperar el tiempo perdido y volver a su cauce, puede provocar que esa oportunidad se pierda. Después de esta poderosa llamada de atención operada por la presencia del coronavirus, ¿seremos capaces esta vez de modificar el rumbo y evitar la catástrofe a la cual podríamos dirigirnos?